Vivimos en un mundo mediatizado por computadoras. Prácticamente todo lo que hacemos requiere de la informática. Llevamos cerebros electrónicos en nuestros bolsillos y 3000 millones de personas están conectadas a Internet, en la que todas esas máquinas conversan a velocidades inconcebibles sin que siquiera las oigamos, y lo hacen de la forma en que fueron programadas. La PlayStation 4 (que, por supuesto, es una computadora) puede hacer en un segundo tanta aritmética que a nosotros nos llevaría 63.000 años resolverla con lápiz y papel.
En un mundo así, la programación es una nueva lectoescritura. Si leer y escribir es condición indispensable para comprender el mundo y para estudiar todas las demás destrezas (incluida la programación, desde luego), saber los rudimentos de la programación permite ver a través de esa maraña de código que al lego lo confunde o lo engaña. La película "The Matrix" es una elocuente metáfora de cómo cambia nuestra mirada de un mundo gobernado por máquinas cuando aprendemos a hablar en su idioma.
Y más: durante 25.000 siglos creamos nuestras herramientas a partir de su función. Ahora, por primera vez en la historia, hemos dado un giro copernicano. Inventamos una herramienta -la computadora- que es todas las posibles herramientas. Depende de cómo la programemos. Sirve para escribir o para llevar hojas de cálculo, para ver una película, oír música, hablar por teléfono, sacar fotos, controlar una planta industrial o navegar por GPS. Una computadora sirve para diseñar una casa y también para diseñar una nueva computadora. Incluso podemos programarlas para que emulen cierto grado de inteligencia, lo que es a la vez formidable y escalofriante. Porque, ¿cómo serían las herramientas pergeñadas por un intelecto artificial?
Los coches autónomos (o sea, en los que maneja una computadora) ya están a la vuelta de la esquina, y se viene la Internet de las cosas, en la que los objetos cotidianos empiezan a incorporar inteligencia. Es decir, integran un cerebro electrónico, software y conexión con Internet.En este escenario, deberíamos, como mínimo, enseñarles a nuestros hijos a hablar con las máquinas, a darles órdenes, a entender cómo piensan. No ya a usarlas a ciegas, sino a controlarlas y a comprender sus fortalezas y sus debilidades. Quizás muy pocos necesiten escribir código en el futuro, pero será el primer paso para convertirse en ciudadanos digitales.